miércoles, 18 de abril de 2012

RECONCILIATE...


Un hombre llevaba diez años de sufrir dolores de cabeza. Primero pensó que era exceso de trabajo. Después le dijeron que podría ser migraña. Un médico le diagnosticó sinusitis. Pero Él  no hallaba alivio de ninguna manera, y por fin le sacaron una radiografía. El resultado fue interesante. Él tenía una bala incrustada en la base del cráneo.
Diez años atrás, en un baile, alguien había disparado al azar. Y recibió el plomo en la cabeza, aunque sólo sintió un rasguño. Más temprano, camino al baile, había tenido un accidente de automóvil, y él siempre pensó que el rasguño había sido el resultado de algún vidrio del parabrisas.
No es nada común vivir diez años con una bala en la cabeza, aunque es cierto que casos como éste se encuentran en los archivos médicos. El cuerpo es un mecanismo maravilloso que se adapta a muchas interferencias, pero vivir diez años con una bala en la cabeza es extraordinario.
Sin embargo, hay miles de personas que sí llevan algo en la cabeza y en el corazón que daña y hiere y agravia y deteriora. Son las ofensas no perdonadas. Nada produce más daño en el corazón que cargar una injuria, un daño, una ofensa no perdonada.
La reacción normal es defendernos diciendo: «Fue él quien me hizo el mal. Que venga él a mí y me pida perdón.»
Jesucristo, en su Sermón del Monte, dijo algo muy interesante: «Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mateo 5:23-24).
Tomemos nota de la importantísima frase: «y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti.» Esto quiere decir que es el ofendido quien debe buscar la paz con el que lo ofendió. De no ser así, si no nos busca el que nos ofendió, nunca estaremos en paz. Y es que importa mucho que no carguemos toda la vida un resentimiento no perdonado. Porque nada produce más daño personal que cargar en la mente y en el corazón una ofensa no perdonada.
Nosotros somos los únicos que podemos extraer la bala que tenemos en el corazón. Busquemos al que nos ofendió y reconciliémonos con él. Si no lo hacemos, llevaremos esa carga hasta la muerte. Jesucristo nos dará la gracia para hacerlo. Nuestra tranquilidad depende de eso. No perdamos más tiempo. Busquemos la ayuda de Dios.

domingo, 11 de marzo de 2012

REDIMIDOS...

Había una vez una viuda, que vivía con su hijo en un miserable desván. Años atrás, la mujer se había casado en contra de la voluntad de sus padres y se marchó a vivir con su esposo en un lejano país.
Su esposo fue un hombre infiel e irresponsable y después de varios años, murió son haber hecho provisión alguna para ella y su hijo. Con gran dificultad, logró hacer frente a las necesidades básicas de la vida.
Los momentos más felices en la vida del niño, fueron cuando la madre lo tomaba en sus brazos y le contaba sobre la casa de su abuelo en el antiguo país. Ella le hablaba sobre el césped verde, los elevados árboles, las flores silvestres, las hermosas pinturas y las deliciosas cenas.
El chico nunca había visto la casa de su abuelo, pero para él, era el lugar más hermoso en todo el mundo. Anhelaba la llegada del momento, en que iría a vivir allí.
Cierto día, el cartero tocó a la puerta del desván. La madre reconoció la escritura en el sobre y con dedos temblorosos lo abrió. En su interior había un cheque y una hoja de papel en la que podía leerse solo tres palabras: “Vuelve a casa”.
Igual que este padre y el hijo pródigo, nuestro Padre celestial extiende sus brazos y nos recibe otra vez, en aquel lugar de descanso y restauración espiritual, al final de un día agotador.
Dios no nos pide que nos preparemos a recibir el castigo por los fracasos del día. Él tan solo nos da la bienvenida a sus sanadora presencia, como hijos redimidos por la sangre de su propio Hijo. Es allí, donde Él nos asegura que comprende nuestros dolores, fracasos y nos concede el milagro de milagros: continúa amándonos.
El Padre, te extiende un llamado para que regreses a casa. ¿Por qué no concluyes tu día, en la comodidad y provisión de su presencia?
Porque este mi hijo muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado.(Lucas 15:24)

domingo, 15 de enero de 2012

SIN SALIDA....


Largo rato vigilo la llegada de la joven. Sabía que todas las noches, a las diez en punto, regresaba del trabajo. Era una joven bella, atractiva. Tal como él lo esperaba, la joven llegó. Tan pronto como ella abrió la puerta y entró, él se abalanzó sobre ella.

Sin embargo, las cosas no salieron bien. José Olmedo, el asaltante, se vio en un callejón sin salida. La señorita alcanzó la puerta de su apartamento y escapó. Olmedo se encontró de pronto en una situación difícil. Ninguna puerta se abría a menos que pulsara el código. Dentro del vestíbulo del gran edificio de apartamentos, el joven, de veintidós años, fue arrestado por la policía.

Se le llama «callejón sin salida» y «punto sin retorno», a una situación que no tiene solución. Se trata de una de esas condiciones imposibles de la vida. La gran mayoría de ellas, como en el caso de Olmedo, las producimos nosotros mismos con nuestros errores y nuestros excesos. Pero a veces, por esas situaciones ingobernables de la existencia, se producen solas. En todo caso, son circunstancias que nos atrapan en un callejón de la vida, sin puerta de escape, sin socorro y sin protección.

¿Realmente hay puntos sin retorno? ¿Hay situaciones insolubles? No, no las hay. Cuando todo recurso se ha agotado, siempre queda Dios. Y no es que Dios haga caso omiso del pecado. Él cambia el corazón humano. Su invitación es franca, firme y segura. He aquí las palabras de Cristo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28).

Nuestro mayor problema no es un callejón sin salida. Es el no acudir a Dios cuando todas las puertas se han cerrado. O tratamos, debido a nuestro orgullo, de resolver nuestro propio dilema, hundiéndonos más en el problema, o cedemos a la depresión que, para colmo de males, nos lleva a considerar el suicidio. Solos no podemos salir de las encrucijadas.

Sin embargo, Jesucristo espera nuestro clamor. Él está siempre listo para socorrernos y quitar las angustias que nos consumen. La vida siempre nos va a presentar situaciones imprevistas, problemas, al parecer, insolubles. Vivimos en un mundo lleno de corrupción. Pero Cristo quiere ser nuestro Salvador.

Pongamos nuestro problema en las manos de Dios. Entreguémosle a Él esa dificultad que nos está consumiendo. A Dios nada puede sorprenderlo ni amedrentarlo. Él es Dios, y puede socorrernos. Basta con que le digamos: «Entra, Señor, a mi corazón.»