Un
hombre llevaba diez años de sufrir dolores de cabeza. Primero pensó que era
exceso de trabajo. Después le dijeron que podría ser migraña. Un médico le
diagnosticó sinusitis. Pero Él no
hallaba alivio de ninguna manera, y por fin le sacaron una radiografía. El resultado
fue interesante. Él tenía una bala incrustada en la base del cráneo.
Diez años atrás, en un baile, alguien había disparado al azar. Y
recibió el plomo en la cabeza, aunque sólo sintió un rasguño. Más temprano,
camino al baile, había tenido un accidente de automóvil, y él siempre pensó que
el rasguño había sido el resultado de algún vidrio del parabrisas.
No es nada común vivir diez años con una bala en la cabeza,
aunque es cierto que casos como éste se encuentran en los archivos médicos. El
cuerpo es un mecanismo maravilloso que se adapta a muchas interferencias, pero
vivir diez años con una bala en la cabeza es extraordinario.
Sin embargo, hay miles de personas que sí llevan algo en la
cabeza y en el corazón que daña y hiere y agravia y deteriora. Son las ofensas
no perdonadas. Nada produce más daño en el corazón que cargar una injuria, un
daño, una ofensa no perdonada.
La reacción normal es defendernos diciendo: «Fue él quien me
hizo el mal. Que venga él a mí y me pida perdón.»
Jesucristo, en su Sermón del Monte, dijo algo muy interesante:
«Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que
tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve
primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda»
(Mateo 5:23-24).
Tomemos nota de la importantísima frase: «y allí recuerdas que tu
hermano tiene algo contra ti.» Esto quiere decir que es el ofendido quien debe
buscar la paz con el que lo ofendió. De no ser así, si no nos busca el que nos
ofendió, nunca estaremos en paz. Y es que importa mucho que no carguemos toda
la vida un resentimiento no perdonado. Porque nada produce más daño personal
que cargar en la mente y en el corazón una ofensa no perdonada.
Nosotros somos los únicos que podemos extraer la bala que
tenemos en el corazón. Busquemos al que nos ofendió y reconciliémonos con él.
Si no lo hacemos, llevaremos esa carga hasta la muerte. Jesucristo nos dará la
gracia para hacerlo. Nuestra tranquilidad depende de eso. No perdamos más
tiempo. Busquemos la ayuda de Dios.